Madre de las FAmilias


Escrito por Ecclesia Digital
domingo, 02 de marzo de 2008

Queridas amigas, queridos amigos:
Muchas gracias por haberme invitado con tanto afecto, y permitidme antes de nada una precisión: leo y comprendo bien el español, pero no piensen que lo hablo tan bien como para dirigirme a ustedes en vuestra lengua. He escrito el texto en italiano que ha sido traducido por los amigos organizadores del encuentro.
Digo esto para que no les asombre si en el diálogo, que espero seguirá a la conferencia, entiendo bien su castellano pero responderé en italiano. Amo y respeto demasiado el español para atreverme a dañarlo. En cuanto a mi pronunciación, ¡confío en su comprensión!
Y ahora, déjenme decirles que estoy feliz y agradezco a la Providencia el poder estar aquí hoy. Estoy feliz por varios motivos. Sobre todo porque, amando a toda España, tengo sin embargo una particular pasión por Aragón. Vuestra región, tan austera y tan variada (desde los desiertos del bajo Ebro hasta los bosques del Pirineo) ha sido el escenario de dos de mis libros que me son más queridos.
El primero de estos libros es el que apareció con el título de “El gran milagro”. Como quizá saben es la reconstrucción histórica, divulgando pero basada en los documentos, del más extraordinario prodigio: la reimplantación de una pierna amputada a un campesino de Calanda, el pueblecito cercano a Alcañiz. Un milagro obtenido por intercesión de esa Virgen del Pilar honrada en el grandioso santuario de Zaragoza que es, según la tradición el más antiguo de la cristiandad. María vino a Aragón “en carne mortal”, cuando aún no había terminado el curso de su vida terrena y prometió que la fe no disminuiría jamás. Es un privilegio extraordinario que yo he intentado dar a conocer con el libro sobre el “gran milagro”. En Italia y en los países donde ha sido traducido era del todo desconocido y en España tenía el riesgo de ser olvidado. También por esto, vuestro Rey Juan Carlos ha querido darme una sorpresa, nombrándome -como “amigo de la hispanidad”- Caballero de la Orden de Isabel la Católica. Como saben, ella es una futura Beata (al menos así se espera) que es “políticamente incorrecta”. También por eso la condecoración le ha agradado mucho a alguien como yo que es alérgico al conformismo actual. En honor de esa Sierva de Dios, de vuestra Nación y de vuestro Rey, he querido ponerme en el ojal de la chaqueta el distintivo de esa condecoración.
Pero entre los libros más queridos por mí y que han tenido una mayor difusión en todo el mundo es otro que he escrito y que tiene como centro un aragonés; un sacerdote que nace aquí mismo, en Barbastro y que asistió al seminario en Zaragoza. Si entran en Internet encontrarán que muchos están convencidos de que formo parte de una sección oculta de esa “sociedad secreta”, de esa “mafia católica” que sería el Opus Dei. También yo, pues, entro en la grotesca leyenda negra (al estilo de “Código Da Vinci” y de Dan Brown) creada alrededor de la Obra. En realidad, como bien saben ustedes, no formo parte de ella. San Josemaría mismo siempre repitió que es necesaria una llamada particular para esta escuela de espiritualidad. Mi vocación de converso, de joven intelectual que llegó a la fe desde el agnosticismo laicista, me ha llevado a intenta vivir la fe, dentro de la gran Iglesia, sin compromisos particulares con órdenes, asociaciones, movimiento o grupos. Aprecio, estimo e intento ayudar a los que son parte de ellos, pero no tengo ninguna militancia particular, más que la católica.
(…)

Pero estoy aquí hoy, no para hablar de dos viejos libros -aunque están todavía muy vivos- sino de uno nuevo, traducido hace poco al español pero, según el editor, está ya muy difundido. Se trata de “Hipótesis sobre María”. Entre otras cosas, podrá interesarles una curiosidad: desde hace años soy muy amigo de un numerario de la Obra, Cesare Cavalleri, que en Milán dirige una revista mensual, “Studi Cattolici”, y una editorial pequeña pero con mucha vida, que se llama “Ares”. Por amistad decidí publicar en ella el nuevo libro, a pesar de las protestas de mi editor habitual Mondadori, que no comprendía por qué prefería un pigmeo como Ares en vez de un coloso como Mondadori. Como ven ustedes, el Opus Dei está relacionado con muchas cosas de mi vida, sea personal o profesional.
Este libro “Hipótesis sobre María” es el punto de llegada de un largo camino. Mi primer libro se llamaba “Hipótesis sobre Jesús”, quizá alguno lo recordará puesto que la traducción española tuvo bastante éxito. Después de su publicación, comenzaron a llegar cartas de lectores que me decían: ¡“Están bien estas “Hipótesis sobre Jesús”! Pero ahora esperamos sus hipótesis sobre María”. Me pareció muy extraño, casi absurdo. El hecho era que yo había descubierto el Evangelio hacía poco tiempo y -como entiende cualquier converso- permanecía deslumbrado por la luz de Cristo. En los primeros tiempos, después de la caída del rayo, le veía a Él y sólo a Él. Alguien ha dicho que a Jesús se le encuentra por el camino o en las plazas, pero que para conocer a su Madre hace falta tener amistad con Él y él mismo es quien te conduce a su casa y te presenta a María. En efecto, para mí fue así. A medida que continuaba y se profundizaba mi búsqueda de Jesús, se delineaba el perfil de la Madre; y después de muchos años y muchos libros, he sentido que debía dedicarle un libro entero a Ella. Cuando hice el libro-entrevista con Joseph Ratzinger, que apareció en español con el título de “Informe sobre la fe”, el entonces cardenal me dijo que también su descubrimiento de María había sido progresivo. “Cuando era un joven teólogo -me dijo- me parecía excesivo un cierto marianismo. Pensaba que la devoción católica a la Virgen era exagerada. Después continuando con el estudio, la reflexión y la experiencia he comprendido cuál era su papel; me he dado cuenta de que no se puede conocer de verdad al Hijo si se le separa de la Madre.”
Cuando en el tiempo de “Hipótesis sobre Jesús” me proponían las “Hipótesis sobre María” yo me sonreía un poco irónico y me preguntaba cómo se podría decir muchas cosas de Ella viendo que el Evangelio le dedica pocos versículos y el resto del Nuevo Testamento calla, exceptuando los Hechos de los Apóstoles con su presencia en la Pentecostés y la carta de San Pablo, donde sin embargo no se da su nombre sino se habla de Jesús “nacido de mujer”. No comprendía qué cosa podría significar el dicho tradicional, que se remonta a la Edad Media, y que dice en latín “De María numquam satis”, “de María nunca se dirá bastante”. ¿Pero qué se puede decir, me preguntaba, partiendo de esos poquísimos versículos bíblicos? Y sin embargo también aquí hubo sorpresa: cuando escribía los 50 capítulos de “Hipótesis sobre María” mi problema no era encontrar algo nuevo o interesante que decir, al contrario, era qué escoger entre la abundancia de material. Precisamente haciendo este libro me di cuenta de qué razón tenía San Josemaría cuando decía que ciertos libros no se pueden terminar nunca, sólo se pueden interrumpir. Yo he tenido que interrumpirme dejando fuera mucho del material que disponía para no hacer una especie de antología de mil páginas. Aunque tampoco bastarían esas páginas.
Pero ¿por qué he escrito estas “Hipótesis sobre María”? Antes que nada por un desafío: demostrar que es posible hablar de la Señora como devoto -si quieren, como enamorado-, sin caer en la retórica o en el sentimentalismo que caracteriza mucha literatura mariana. He intentado descubrir de nuevo una devoción, ¿cómo diría?, viril en el mejor sentido. El lenguaje no es algo secundario si uno quiere dirigirse al hombre de nuestro tiempo. Fíjense que yo quiero mucho a la devoción popular, que soy un frecuente visitante de santuarios, que apenas puedo me hago peregrino entre los peregrinos… Pero ¿quién ha dicho que “popular” sea sinónimo de “mal gusto”, de “sentimentalismo? Los constructores de las catedrales, casi todas dedicadas a Nuestra Señora, eran maestros de obra con frecuencia analfabetos; pero ¿les parece que hicieron cosas de mal gusto?
Pero, evidentemente, no he escrito estas casi quinientas páginas sólo por razones de estilo. Estoy convencido desde siempre que lo que está en peligro hoy es la fe misma. También nosotros los cristianos tenemos el riesgo de no creer ya en la verdad del Evangelio, comenzando por la divinidad de Jesús. ¿”Hijo de Dios”? Bien, no exageremos, digamos mejor “hombre de Dios”, “enviado por Dios”… ¿Mesías, Cristo anunciado y esperado por Israel? Bien, tampoco exageremos aquí, digamos “profeta”, “gran iniciado”, “maestro”…No es casualidad que todo lo que he escrito después de la conversión, es una continua búsqueda de las “razones para creer”, es un intento de descubrir -o mejor, redescubrir- la apologética que nace con el cristianismo mismo, pero que después del Concilio estaba abandonada, hasta esconder el mismo nombre llamándola púdicamente “teología fundamental”. Si nunca he escrito de “moral católica”, de “política católica”, o de “economía católica”, no es porque no las considere importantes. Sino porque nos arriesgamos a colgar todas nuestras cosas católicas de un clavo que ya no está firme o, nada menos, que ya no existe.
Si lo pensamos, en estos decenios muchos hombres de Iglesia nos han hablado de las consecuencias de sacar provecho de la fe, comenzando por las consecuencias morales, pero no nos han hablado de la fe, no nos han recordado las razones por las que todavía podemos tener confianza en la verdad del Evangelio. Para esa “nueva evangelización” de la que tanto habló Juan Pablo II, hace falta recomenzar desde el principio, desde la exhortación de Pedro: “estad siempre prontos a dar cuenta de la esperanza que hay en vosotros”.
Pues bien, cuanto más reflexionaba en el misterio de la Virgen, más me daba cuenta de que su tarea es la de todas las madres: velar a su hijo y protegerlo. Hoy, que está en peligro la fe misma en Jesús, esta tarea es particularmente preciosa. Una antigua antífona de una fiesta mariana canta: “Tú sola, María, has destruido todas las herejías en el mundo entero.” Estudiando y profundizando en la Mariología he comprobado que es de verdad así: todos los dogmas que la Iglesia ha proclamado a propósito de María están en realidad al servicio de los dogmas sobre Cristo. Karl Bath, el máximo teólogo protestante del siglo XX, decía desdeñoso que “la mariología es el cáncer del catolicismo”, es decir, una excrecencia patológica, propiamente un tumor, por el cual el culto supersticioso de la Madre quita vigor y energía a la adoración del Hijo. Pero si estudiamos tanto la teología como la historia, descubrimos que es exactamente al contrario: las verdades proclamadas por la Iglesia sobre María refuerzan y protegen las verdades sobre Jesús. El dogma, por ejemplo, de la Theotokos, de la maternidad divina, nos ayuda a defendernos de todas las herejías arrianas, siempre recurrentes, hoy particularmente difundidas y peligrosas, como decíamos, porque tienden a ver en Jesús sólo al hombre y no al Dios.
El dogma de la Inmaculada Concepción nos ayuda a no olvidar el pecado original y, en general, el pecado, sin el cual la redención traída por Cristo con su cruz no tiene ya significado. El dogma de la asunción al cielo en cuerpo y alma nos salva de la tentación espiritualista, según la cual la salvación es sólo para el espíritu, ciertamente no para la carne; cuando, al contrario, la vida eterna anunciada por Jesús concierne a todo lo nuestro, cuerpo y alma, así como toda María está arriba en la eternidad. Dar a María no significa quitar a Jesús: significa más bien dar ulterior estabilidad y protección a la fe en Él.
Se podría continuar para llegar a la misma conclusión. La mariología es una parte esencial de la cristología. Si falta la mariología la cristología va al caos y termina necesariamente en la herejía, como dice la antífona latina. En efecto, si miramos a la historia vemos el fin que ha tenido el protestantismo -que considera un cáncer la presencia mariana- fragmentándose en infinitas comunidades, iglesillas, sedes, con frecuencia en lucha feroz entre ellas. Por el contrario, pensemos en la antigua y venerable Iglesia oriental, separada de Roma hace ya mil años. A pesar de todo, aquí el cisma nunca a llegado a ser herejía y el credo greco-eslavo es sustancialmente le mismo que el católico. Pero esta conservación de la verdadera fe es debida sobre todo al hecho de que tanto los católicos como los ortodoxos reservan a la Virgen el lugar que le corresponde, compitiendo entre ellos en devoción.
Ven ustedes, por lo tanto, que -estando preocupado por la situación de la fe, expuesta hoy a tantos riesgos- no podía no intentar reclamar la atención de los creyentes sobre esta Virgen que tiene, en los planes de Dios, la preciosa función de todas las madres. Es decir, la protección y defensa del hijo. Todas las épocas de fe grande han sido y serán épocas de gran devoción mariana. Piensen en la edad Media, piensen en la reforma católica después del Concilio de Trento, piensen en la reconstrucción de la Iglesia en el siglo diecinueve, después del desastre de la revolución francesa y de la época napoleónica. Cada reconquista de la Iglesia, cada avance del apostolado está siempre acompañado de la confianza y del amor a la Virgen.
En esta perspectiva de reenvite mariano, me ha parecido importante también adentrarme en el campo de las apariciones, tan queridas del pueblo de Dios y tan descuidadas -a veces, con suficiencia- por cierta teología católica contemporánea. Precisamente el once de febrero pasado hemos celebrado el ciento cincuenta aniversario de las apariciones en Lourdes a esa Santa Bernardette que es tan querida por Su Santidad Benedicto XVI y (dejádmelo decir con una sonrisa) también por este pobre periodista que les habla. En efecto, tanto Joseph Ratzinger como yo hemos nacido el dieciséis de abril que es el dies natalis, es decir, en el lenguaje cristiano, el día de la muerte de Bernardette Soubirous. Pero no sólo por esto: el cardenal Ratzinger me hizo notar en una conversación, que los únicos números que crecían en la Iglesia del postconcilio eran los de los peregrinos a los santuarios y, sobre todo, a los santuarios marianos. Mientras todos diminuían -las vocaciones, los que practican, los consagrados-, Lourdes superaba los cinco millones de visitas cada año; pero también los otros “lugares sagrados” registraban no sólo una constancia en el número de visitantes, sino casi siempre un aumento. La devoción mariana es, por lo tanto, también una de las mejores ocasiones pastorales de hoy, en la sociedad postmoderna. Pienso que también los sacerdotes de la bellísima Torreciudad podrán confirmarlo, en base a su experiencia cotidiana. Entre otras cosas déjenme decir que el así llamado “arte sacro” de hoy da, de pronto, un fuerte deseo de rezar. Pero rezar para que Dios perdone al arquitecto, a los pintores, a los escultores…Pero con toda verdad, en Torreciudad cuando la vi por vez primera hace años, no sentí esa necesidad de rezar. Me pareció uno de los raros sitios modernos donde de verdad el arte alaba a Dios. Y por eso, todos damos gracias.
De todos modos, en los santuarios se encuentra a menudo la gente que no va ya a Misa en su parroquia pero que siente el reclamo de la Madre y la atracción por los lugares predilectos de Ella. Sin embargo, es posible hacer una licenciatura en Mariología en la facultad romana, el Marianum de los Padres Servitas, sin oír hablar nunca de las apariciones marianas y de los santuarios. En el currículo de estudios, en efecto, no está previsto ningún curso ni secundario ni de libre elección sobre estos temas. Me parece un caso de desprecio cultural y de ceguera pastoral. Uno de esos casos en los que la élite clerical está muy lejos de la sensibilidad popular.
También para reaccionar ante esto, en mi libro “Hipótesis sobre María” encontrarán muchos capítulos dedicados a las apariciones. Me he limitado a las que están reconocidas oficialmente por la Iglesia y he indagado en ellas manteniéndome, como siempre, lejos de la retórica, del sentimentalismo y de la credulidad. He trabajado con rigor histórico, con visitas a los lugares, con la obligada prudencia, pero abriéndome al misterio. También en estas visitas a nosotros, María continúa en su papel de Madre: se aparece para confortar a su pueblo y para recordarle aspectos del Evangelio que están en riesgo de ser olvidados. Es, ahora y siempre, la Señora de las bodas de Caná que dice: “haced lo que Él os diga”.
En otro libro, también traducido al español “Los ojos de María” en colaboración con Rino Cammilleri, un colega y converso también él, intento una lectura “general”, una “interpretación global” de las apariciones marianas en los dos últimos siglos. En efecto, me parece que hay un “calendario de María”, una suerte de estrategia mariana por la cual las intervenciones de la Madre diseñan una especie de “historia paralela”. Cuando sus hijos tienen más necesidad de consuelo y ayuda, he aquí que la Señora aparece para confortar y para advertir. No olviden que Fátima (1917) es contemporánea de la toma de poder por Lenin; y Banneux, en Bélgica (1933) es contemporánea de la toma de poder por Hitler. El secreto de Dios ha de ser respetado pero también está permitido reflexionar, examinar las huellas e indicios, como he intentado hacer durante tantos años: en el mundo mariano son muchos los enigmas, pero si se intenta comprenderlos, el premio es consolación, alegría, luz, confirmación de la verdad y de la fe.
Termino con esto, queridas amigas y queridos amigos, y si lo desean les doy la palabra gustoso. Si en alguna cosa el “siervo inútil” que les habla ha sido útil con sus libros, recompénselo con el mejor don: una simple pero potentísima Ave María, por él y por su trabajo. Gracias por su atención.

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